La belleza duele, y no hablo de costosas cirugias cosmeticas, ni largas horas sentadas mientras un tipo ocupa 20 productos para alisar el cabello o aún aquellos desordenes alimenticios que afectan a casi todos para reducir un par de tallas y entrar en aquel vestido/pantalón que nos hacer ver mejor proporcionados de lo que realmente nos sentimos.
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Sentado en mi oficina sentado en mi silla de cuero negro, grande, demasiado grande en contraste a la silla para invitados, es mi señal de poder, no existe el sonido del movimiento sútil de lapicero sobre papel ni las teclas de la computadora portatil, lo único perceptible a el oido es el silencio lúgubre que antecede necesariamente a las reuniones de indole importante.
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Normalmente no me pongo nervioso en estos momentos, al contrario mi ego superinflado se alimenta de situaciones como esta, el choque de el orgullo de dos personas y ver quien es aquel que baja la mirada, estoy en esta oficina, en esta silla, en este silencio por qué nunca he sido vencido.
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Y aqui está el momento que estaba esperando, veo como el picaporte se gira lentamente y la puerta se abre para revelar la identidad de mi invitado, o mejor dicho, invitada. Es una mujer de negocios, de cabello ni corto ni largo sino la extensión perfecta para demostrar elegancia y una personalidad fria y calculadora, sin la necesidad de maquillaje excesivo ni vulgar, un cuerpo obvio de gimnasio y aquel accesario necesario para denotar su superioridad, altos, negros, tacones de mujer.
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Entiendo por qué el dolor de usarlos es un hecho irrelevante ante toda la especie humana femenina, en el momento en que entro a mi oficina, me he parado y le he cedido mi asiento, mi señal de poder, mi silla de cuero negro, grande, demasiado grande en contraste a la silla para invitados.La fuerza con qué la suela de madera golpea el lineleo de el suelo genera un sonido que entra a mis oidos y somete a mi mente. Los tacones han ganado esta batalla.
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